sábado, 23 de agosto de 2014

César Vallejo. Una biografía literaria





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Informado y útil trabajo*, diseña un degradé desde la picaresca --y el juicio, aunque implícito, severo a las andanzas del pícaro y prófugo nativo de Santiago de Chuco-- a la elegía --a los versos hondos y el parisino, en aura de compromiso social, trance de muerte del poeta.  Hart jamás percibe el aspecto cultural, aunque expone los ladrillos e incluso glosa y comenta puntuales calas de Vallejo en lo andino.  Justo cuando  finalmente se impone hablar de sexo --incestuoso o no-- el crítico inglés calla.  “Parado en una piedra”, tal como lo expusimos en detalle en nuestro libro del 2004 (Cap.  III: “La poética del nuevo origen: La piedra fecundable de los poemas de París”)**, alude no sólo a una manifestación o “paro”;  sino también, de modo simultáneo, a una virtual cópula con la piedra, con la materia misma de lo incaico: sol --masculino-- que se ha transformado en algo femenino, aunque esta piedra ahora se halle “cansada” o en crisis y sea, luego, incluso la propia “España” del famoso poemario póstumo dedicado a la Guerra Civil.  Hart no percibe en su lectura la presencia de lo cultural, su constante opacidad y metamorfosis, sino únicamente como un museo de tópicos o taxonomía académica ya canonizada; un tanto como tampoco lo percibió la misma Georgette de Vallejo.  Pero el mismo poeta sí lo hizo e incorporó aquello en su propio proceso intelectual y artístico donde lo político no se contraponía a lo mítico.  Por esta razón, sus “Nostalgias imperiales” y su Trilce --que es versión escrita sintética y sincrética del mito de Inkarrí, elaboramos ahora mismo un ensayo sobre ello--  y su “Piedra cansada” son un mismo mito expuesto de modo minimalista y con vocación incluyente siempre.  De lo afro-limeño, primero, y después de las etapas iluminista y revolucioria de su experiencia europea: francesa y soviética, respectivamente.  Una biografía de Vallejo que no ventile aquel aspecto cultural en su relato  lucirá siempre destrabada e inevitablemente fragmentaria.   El problema es que Vallejo no hablaba nunca de esto, ni con su viuda ni con nadie.  Su experiencia de lo sagrado, nada exclusivista o individualista sino más bien comunitaria,  se tocaba con su radical experiencia de la poesía y para él, tal como en aquellos versos finales de “Huaco” (“[Yo soy]Un fermento de sol/ levadura de sombra y corazón”), le eran inherentes --acaso para ser más productivos en su obra poética -- el pudor o el secreto.

En todo lo demás, aunque Hart de algún modo continúe la teoría y metodología de un Juan Espejo Aturrizaga, la exposición del profesor inglés es amena y, repetimos, a pesar de cierto puritanismo u holismo militante, extraordinariamente útil.


*Stephen Hart, [César Vallejo.  A literary Biography (London: Támesis, 2013)] César Vallejo.  Una biografía literaria (Lima: Editora Cátedra Vallejo, 2014).
** Pedro Granados, Poéticas y utopías en la poesía de César Vallejo [PhD Thesis, Boston University, 2003] (Lima: PUCP Fondo editorial, 2004)



Tomado de El César Vallejo de Stephen Hart


viernes, 22 de agosto de 2014

Vallejo, la prosa del universo/ Alejandro Mautino Guillén



Vallejo es un clásico de la literatura universal, quizás su figura se compara con la de Baudelaire en poesía. Ambos escritores tienen afinidad por el rompimiento con el lenguaje y por incorporar una estética del compromiso, aunque hay cierta distancia entre el poeta de occidente y el hispanoamericano, a ambos los caracteriza su carácter renovador frente la tradición a partir de una propuesta fundada en el rigor y en la conciencia crítica frente a la modernidad. 
 
La obra literaria de Valllejo es una de las más estudiadas a nivel mundial y consciente del inasible grupo de críticos literarios que han dedicado numerosos estudios sobre el autor de Trilce y consolidando su propio interés y tradición por el poeta de Santiago de Chuco, Antonio González Montes nos ofrece su más reciente publicación: Vallejo, la prosa del universo (Nueva York, Axiara Editions y Academia Norteamericana de la Lengua Española, 2014). Desde nuestra perspectiva, el crítico literario al igual que un buzo se lanza al océano de la obra de Vallejo y, no solo eso, sino que se sumerge en mares más profundos para dialogar con los diversos estudiosos de la obra vallejiana que han enfatizado en el análisis de la prosa, por ejemplo Eduardo Neale-Silva.
Para Marco Martos, en el exordio, el libro es “fruto de una dedicación de orífice a la obra narrativa de César Vallejo a lo largo de décadas, hace un repaso cuidadoso, universitario, claro y directo sobre cada uno de los escritos en prosa de ficción o ensayística” (p. viii), también el poeta piurano agrega que el libro es de “indudable utilidad didáctica, el texto se sostiene porque es una introducción a la prosa de Vallejo” (p. viii). La observación de Martos, sin duda, hace hincapié en que González Montes trabaja con oro; es decir, con escritores de mucho valor estético cultural. Basta citar un texto biográfico anterior a éste sobre César Vallejo y un libro que aborda el arte de narrar de Julio Ramón Ribeyro.              
El libro del profesor sanmarquino contiene siete trabajos sobre la narrativa de Vallejo, enfatizando en algunos casos la relación entre la prosa y el verso. Aquí el crítico se esfuerza por tejer redes de comentarios sobre relaciones intertextuales: vida, obra y críticas sobre el autor.
El primer trabajo es “La obra narrativa de  César Vallejo”, donde se esboza un recorrido  por las dos etapas de la narrativa de Vallejo. Incidiendo en la etapa inicial con Escalas y sus dos secciones, donde se subraya la amplia repercusión del periodo carcelario de Vallejo entre 1920-1921. Para el crítico, la etapa final lo conforma un texto clave: Contra el secreto profesional, que en palabras de González Montes “es un libro de pensamiento” (p. 27), donde entran diversos textos desde parábolas evangélicas, anécdotas, narraciones ejemplificadoras, máximas, pensamientos, etc.  Asimismo, en éste se evidencia un tono reflexivo y teórico en el cual el autor intenta establecer una jerarquía lógica, que en términos del estudioso es “la lógica dialéctica” (p. 31). El crítico sanmarquino, asimismo, aborda algunos últimos cuentos de esta etapa como “El niño del carrizo”, “Viaje alrededor del porvenir”, “Los dos soras”, “El vencedor” y “Paco Yunque”, donde se evidencia un énfasis, pues en muchos de estos textos los protagonistas son los niños.
El segundo trabajo es “Una aproximación a las tres novelas (Fabla salvaje, El tungsteno, Hacia el reino de los Sciris)”, donde también hace un recorrido por la prosa del autor de Poemas humanos. Sobre Fabla salvaje señala que es reveladora de ciertas constantes vallejianas, detectables no solo en la narrativa sino también en la poesía. Con relación a El tungsteno, González Montes subraya que ésta responde a los requerimientos y características del “arte bolchevique”; sin embargo, no deja de ser un mensaje estético de algunos rasgos propios del “arte socialista”. En relación a Hacia el reino de los Sciris, sostiene que aquí Vallejo intenta realizar un texto novelístico que no esté basado en su experiencia personal, sino en la recreación de sucesos ambientados en lejanas páginas e historias; sin duda, una remota huella exotista.
En el tercer trabajo, “Hacia el reino de los Sciris: una novela incaísta de César Vallejo”, González Montes sostiene que Vallejo “se sirvió de un momento crucial de la vida del Tahuantinsuyo, de un conflicto que pudo haber existido y con él creó una trama alrededor de ciertos sucesos y de un personaje importante, Túpac Yupanqui, que encarna muchos de los valores de una cultura que constituye una de las raíces de nuestro complejo ser latinoamericano” (p. 86-87). De repente, en esta sección hubiera resultado pertinente elaborar un diálogo intertextual con la sección “Nostalgias imperiales” de Los heraldos negros (1918) de Vallejo, para establecer cuál es la visión de Vallejo respecto al pasado inca, tema por cierto abierto y polemizado por Mario Vargas Llosa al referirse sobre la obra de José María Arguedas.
El cuarto trabajo es “El tema del amor en la narrativa de César Vallejo”, aquí el crítico se esfuerza por tratar de establecer los lazos entre los diversos discursos que conforman la pasión amorosa en la poesía del vate trujillano. Para González Montes, la visión de Vallejo, no es convencional sino transgresora. De este modo, queda manifiesta la tendencia expuesta en defensa del incesto en “Muro Antártico”; una visión irónica y patética del amor en “El unigénito”; las transformaciones de la identidad en “Mirtho” y el temor a la figura del hijo que rompe la unidad de la pareja en Fabla salvaje
   
El quinto trabajo  denominado “Trilce y Escalas: afinidades situacionales y literarias” se concentra en establecer y estrechar lazos entre el género lírico y la narrativa de Vallejo. La lógica del autor es sencilla, tratar de establecer las marcas textuales a partir de la búsqueda de las experiencias cotidianas o situacionales del poeta. Ambos textos fueron publicados consecutivamente; sin embargo, las influencias en los temas fluctúan entre las mismas coordenadas: la muerte de la madre y el proceso carcelario que le tocó vivir al escritor. Para el crítico literario, “existe una afinidad literaria y extraliteraria; textual y contextual” fundamental y reveladora. (p. 134).
El sexto trabajo titulado “César Vallejo: reclusión vital y libertad estética” se pretende como una breve biografía sobre el autor de España, aparta de mí este cáliz destacando el carácter de humanidad de su obra. Para tal propósito, el estudioso se esmera en sintetizar los pasajes más importantes desde su nacimiento en la sierra norte de Trujillo, sus estudios universitarios, su contacto y amistad con el grupo El norte y su viaje a Europa. También se subrayan algunos poemas dolorosos donde aparece dios y el hombre, en el cual se acentúan las formas del amor y la solidaridad humana.
Finalmente, el último trabajo denominado “Vallejo en los infiernos, una novela dantesca, de Eduardo González Viaña” es una revisión de la novela del citado escritor quien elabora una novela sobre la vida de César Vallejo, desde el momento de su detención y reclusión en la cárcel hasta su viaje a París. Para González Montes no es solo una novela, sino que en aquella se entrega una valiosa información y documentación acerca de cuestiones propiamente literarias del autor de Santiago de Chuco. Como señala el crítico literario, la novela nos lleva a observar esa etapa de Vallejo con el grupo El norte, en su hogar y con sus eternos amores.

Por lo que queda decir del libro, Vallejo, la prosa del universo, del profesor sanmarquino Antonio González Montes, éste logra su cometido que, como se señala en la presentación, es “estudiar, analizar y difundir el universo textual de la literatura narrativa de César Vallejo” (p. 2). A mi parecer, creo que se encarga más de la difusión de la prosa de Vallejo, todavía enigmática y que se resiste a leerse tan fácilmente. La escritura del vate trujillano (pese a los innumerables trabajos sobre su obra) sigue siendo un desafío para la relectura, pues siempre exige ir más allá de la imagen del poeta triste y solidario. De tal manera que el libro del crítico intenta acercarse a la poética narrativa de Vallejo desde la perspectiva del buzo que se sumerge no solo en la vida del autor, sino también en océanos más profundos de su obra y en sus principales estudiosos con un afán minucioso y didáctico.


Alejandro Mautino Guillén (Huaraz, Perú). Profesor de Literatura Peruana y Latinoamericana. Licenciado por la Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo. Ha realizado estudios de postgrado en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.  Ha publicado "Huandoy y Huascarán. Narraciones orales clásicas de Ancash" (2006), "La orgía inmóvil. Antología de la poesía joven en Ancash" (2009) y "Breve Anatomía de la Sombra" (2012). Dirige la revista de literatura "Casa de Asterión" de la UNASAM.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Panamá y un territorio cada vez más complejamente vallejiano



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Desde el Ecuador hacia arriba, Colombia y también Centro América, no ha muerto el culto por la poesía encantada de Rubén Darío; Neruda sigue siendo el ejemplo de poesía civil a seguir;  la “otra vanguardia” (José Emilio Pacheco dixit) o el “modo anglosajón” continúa dictando su cátedra de localismo, coloquialismo y oportuno sentido del humor; y se lee muy mal  o, peor aún,  de modo básicamente para-literario  a César Vallejo  a través, sobre todo, de la glosa cubana y el triunfo de su Revolución.  Desde el Perú y hacia  abajo (incluido por lo menos el sur del Brasil), todo el territorio es cada vez más complejamente vallejiano.  Es decir, Vallejo catalizado con Borges;  Vallejo a través de la voz de “arena” de  algunas mujeres (Olga Orozco o Damiela Eltit); la risotada de Trilce rescatada por Oliverio Girondo o Filisberto Hernández; Vallejo y el neo-barroso, es decir, Trilce jugándose de manos con Lezama… y hasta con la más reciente poesía en “portunhol selvagem” de la cada vez más transitada frontera brasiguaya, aunque los Wilson Bueno o los numerosos Douglas Diegues de ahora mismo  no estén muy al tanto de ello.  

Sirva esta sumaria introducción para hablar de Panamá y su poesía reciente; por lo menos, la que hemos conseguido, consultado o compartido en un viaje de hace muy poco al país del legendario Canal. País de migrantes, bi-oceánico y multicultural que poco a poco --y cada vez más-- su capital se enmuralla como un colorido shopping al que rodea el vasto océano.  Pues aquí se ejercita también una poesía que va, verbigracia, desde aquella que representa el sentir independentista y culturalmente reivindicativo de los kunas; entre cuyos poetas representativos destaca, de modo nítido, un autor como Arysteides Turpana (1943).  Hasta  aquella más urbana, aunque no menos lúdica y/o comprometida, en la huella de otros dos destacados poetas más o menos contemporáneos a Turpana; nos referimos a César Young Núñez (Carta a Blancanieves) y a Manuel Orestes Nieto (Dar la cara).  Es decir, este guiso de los años setenta: coloquialismo, compromiso social, multiculturalismo y ácida ironía va a nutrir las obras poéticas de, por ejemplo, una tan lúdica como la de A. Morales Cruz (Cómicas de Berlín, 2011), una antología tal cual El mar que nos unió (2013) donde se ventila, sobre todo, la rica multiculturalidad del istmo; e incluso una obra tan local y, al mismo tiempo, radicalmente cosmopolita como la del joven, varias veces premiado y fecundo poeta Javier Alvarado (1982).  Poesía, la de Alvarado, de lector; por lo tanto culterana o veneciana; aunque, de modo simultáneo, no menos consciente o políticamente comprometida.  Acaso su rasgo más particular, aunque identificable también ya en la misma tradición poética de su país,  sea el recurso sostenido al surrealismo como una manera de añadir dimensiones --mágicas, míticas-- a los temas o motivos que aborda su poesía.  En suma, una apuesta muy interesante por la complejidad; aunque todavía el oficio de poeta de Alvarado --su control de calidad-- presente evidentes desniveles.  Sin embargo, y no sólo nosotros, consideramos que la poesía del vallejiano Javier Alvarado --acaso junto a la de su contemporánea, aunque su obra hasta el día de hoy sea tan sólo una promesa, Sofía Santim-- es la más interesante del Panamá contemporáneo:
“Ésta es Helensburg
Con sus edificios pardos y sus héroes de leyenda
Donde los muertos a la falda de la catedral
Buscan las fresas para morderlas bajo tierra”
                 De Carta natal al país de los locos (Poeta en Escocia)
                

jueves, 26 de junio de 2014

INFLUENCIA QUECHUA EN LA POESÍA DE CÉSAR VALLEJO/ Luis M. Montes de Oca


A lo largo de su historia, la literatura peruana ha regresado a sus orígenes para hallar su propia voz y su lugar en la literatura latinoamericana. Ya sea con Ricardo Palma y sus Tradiciones Peruanas que enaltecen las figuras como Atahualpa o el Manco Inca, o José María Argüedas con sus valiosas traducciones, César Vallejo también aparece entre ellos, con su enigmática figura y su poesía a veces inextricable.  A pesar de los distintos cambios de estilo en su poesía (pasando del romanticismo al vanguardismo, con grandes influencias prosocialistas y “nietzscheanas”[1]), se puede rastrear un influjo andino del que se ha hablado muy poco. Podemos escudriñar aquel eco andino en su prosa, como en su cuento Paco Yunque o en su novela proletaria El tungsteno, pero en este ensayo se enfocará en su poesía.
            Los temas indígenas están sobre todo presentes en la sección Nostalgias imperiales en el poemario Los heraldos negros. Tomemos el poema Huaco, que ya desde el título nos remite a la cultura inca: un huaco es un objeto de cerámica casi siempre encontrado en sepulcros; su nombre viene de waqa[2], concepto religioso de los incas que designa invariablemente a rituales sagrados, a la vida después de la muerte, o a cualquier objeto sagrado. Es ambos sentidos tiene significado en el entramado del poema; pues siendo un objeto de cerámica encontrado en las tumbas de los antepasados incas (o de civilizaciones anteriores a la inca), se puede considerar a este mismo poema como una pieza de cerámica encontrada en la tumba de un inca; también, con el otro significado, como concepto religioso, adquiere connotaciones sagradas; y tanto la muerte como la sacralidad son ejes fundamentales para entender la poesía vallejiana[3].
            Siguiendo con la interpretación del poema, la primera línea es muy evidente: “Yo soy el coraquenque ciego”. El coraquenque es un pájaro cuyas plumas eran usadas como símbolo de realeza en el tocado de los incas; aquí se establece el yo poético en tiempo presente, esto indica que él, como coraquenque, se encuentra actualmente ciego. En las siguientes líneas: “que mira por la lente de una llaga, y que atado está al Globo, como a un huaco estupendo que girara”, se concentra lo que desarrollará el poema en sus siguientes estrofas. La palabra “llaga” nos remite al dolor, la palabra “Globo” nos remite a la circularidad, pero más precisamente, al mundo; y se repite la palabra “huaco”. El coraquenque ciego (o la civilización inca desaparecida) mira por la lente de una llaga; está presente la paradoja del verbo “mirar” cuando se ha descrito como ciego al pájaro en cuestión; éste “mira por la lente de una llaga”, es decir, a través del dolor. Está atado al Globo (al mundo). Vallejo compara al huaco (que ahora suponemos como un objeto circular) con el mundo. El coraquenque gira alrededor de este huaco; la desterrada civilización inca gira alrededor del panteón de sus dioses, en un eterno ciclo de muerte. El adjetivo “estupendo” es confuso, pero probablemente Vallejo lo habría preferido por encima de otros adjetivos más solemnes, como “maravilloso”, también para continuar con la música del poema.
            La siguiente estrofa: “Yo soy el llama, a quién tan sólo alcanza /la necedad hostil a trasquilar/volutas de clarín/volutas de clarín brillantes de asco/y bronceadas de un viejo yaraví.” De nuevo el yo poético se determina a través de un símbolo inca: la llama, y para que no haya confusiones con la llama remitente a llamarada, utiliza un pronombre masculino. La llama está siendo trasquilada por la necedad hostil; es decir, atacada por un terco enemigo.  Las volutas de pelo que deja la llama son de “clarín brillantes de asco”, el clarín, como instrumento, remite a sonidos agudos, y unido a “brillantes de asco”, parece denotar al llanto del pueblo inca. Esto concuerda con “bronceadas de un viejo yaraví”, que quiere decir que las volutas (los restos del pueblo inca), anteriormente recibían sol (se nutrían) de la música inca, dulce y melancólica, cuando ésta se encontraba en su esplendor.
            La tercera estrofa es mucho más clara: “Soy el pichón de un cóndor desplumado/ por latino arcabuz; / y a flor de humanidad floto en los Andes, /como un perenne Lázaro de luz.” Sin mucho análisis se puede concluir que el “latino arcabuz” es el pueblo español que “desplumó” al pueblo inca. Pero las últimas dos líneas de la estrofa son esperanzadoras: como Lázaro, el pueblo inca parece destinado a renacer. La siguiente estrofa de este poema asonante: “Yo soy la gracia incaica que se roe / en aúreos coricanchas bautizados/ de fosfatos de error y de cicuta. /A veces en mis piedras se encabritan / los nervios rotos de un extinto puma” es un tanto paradójica. De nuevo el yo poético se ensalza, “gracia incaica”, pero después, la antítesis aparece: el verbo “roer” con su carga semántica negativa, “error y cicuta” que bautizan a los coricanchas, que en quechua significa “templos de sol”[4]. Los “nervios rotos de un extinto puma” toman vuelo en las piedras del yo poético; aquí se confirma la noción de que el yo poético es la tierra andina: el extinto puma es el pueblo guerrero derrotado; nervios rotos por el “latino arcabuz”. Vallejo, en esta estrofa, es terminante al decir que el pueblo inca también se devoró a sí mismo por sus errores.
            La última estrofa: “Un fermento de Sol; / ¡levadura de sombra y corazón!” es definitoria. El sol aparece por fin, después de haber sido nombrado implícitamente en todo el poema (“brillantes de asco”, “bronceadas de un viejo yaraví”, “coricanchas”). Pero lo que queda del sol es un fermento, es decir, el comienzo de un nuevo proceso que ahora se realizará a través de “sombra y corazón”. Esta es la única estrofa donde no aparece la fórmula “yo soy”, porque ya es innecesaria. Queda claro que en este poema, Vallejo no sólo se vuelve un inca; él mismo habla como el pueblo inca, que a pesar de que ahora gira eternamente alrededor de su propia muerte (el huaco), también gira para contar de nuevo su historia, y deja entrever la esperanza de una resurrección.
            “Huaco” es también un poema que habla sobre la divinidad. El sol es una divinidad para el Tahuantinsuyo; era llamado Inti, y después de Viracocha, era el dios más importante[5]. Hay innumerables poemas quechuas dedicados al culto solar: como la Plegaria del amanecer, traducida por José María Argüedas, “Ya el rey de las estrellas, / el ardiente Sol, / empieza a lanzar su luz; / y tendiendo su cabellera dorada en el Universo rinde / homenaje a su Hacedor.” El hacedor es Viracocha; sigue siendo un dios subordinado al Hacedor, quien tiene aún más poemas en su dedicatoria. Si habría que denominar a los dos ejes del plano cartesiano de la poesía quechua, estos serían la divinidad y la orfandad. Ambos ejes se contraponen entre sí. La orfandad es el wakcha, es el campesino sin tierra, y como dice Arguedas: “tiene una condición no solamente de pobreza de bienes materiales sino que también indica un estado de ánimo, de soledad, de abandono, de no tener a quién acudir. Un huérfano, un huak´cho, es aquel que no tiene nada”[6]. El huak´cho parece ser el yo poético detrás del poema quechua Cárcel, dado a conocer por el cronista Felipe Guamán Poma de Ayala: “Padre, creador del mundo, / me he de enmendar./ Mi propio corazón/ me cuidará/ ¿Padre, para eso fue/que me engendraste?/¿Para esto, madre mía,/me diste a luz?/Cárcel voraz, devora/de una vez/a mi culpable corazón./Tú, el que previene y manda,/¿lejos estás o cerca/del pecador?/Sálvame de esta cárcel/tú, creador del hombre, dios.” El yo poético invoca a sus tres figuras paternas: el padre, la madre, y Dios. Es un inca que cuestiona las motivaciones detrás de sus tres figuras paternas; el yo poético le llama a sus padres como si se encontraran ausentes. ¿Y a qué le llama cárcel? ¿A una cárcel como tal? Guamán Poma dice que el gran castigo de los incas era la cárcel y "el Zancay, cárcel perpetua, era para los traidores y para los que cometían grandes delitos. Era una bóveda debajo de la superficie, muy oscura donde se criaban serpientes, pumas, tigres, osos, zorras, etc. Tenían muchos de estos animales para castigar a los delincuentes, traidores, mentirosos, ladrones, adúlteros, hechiceros murmuradores contra el Inca. A éstos los metían en la cárcel para que se lo comieran vivos[7]”. Esto parece rectificar lo de “cárcel voraz”. Pero, ¿no también puede suponerse la palabra “cárcel” en un concepto más metafísico? ¿Puede entenderse la cárcel como algo que sobresale de las cuatro paredes de la celda? ¿De las “cuatro paredes albicantes que sin remedio dan al mismo número”, como diría Vallejo?
            Regresando al poeta, podemos encontrar que dos de sus ejes cardinales de su poesía también son la orfandad y la divinidad. Estos tópicos pueden encontrarse en varios ejemplos: en las primeras dos líneas de la Oración del camino (“¡Ni sé para quién es esta amargura! / Oh, Sol, llévala tú que estás muriendo”); en el poema Los dados eternos (“Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; / me pesa haber tomádote tu pan”); en Los pasos lejanos (“Mi padre duerme. Su semblante augusto / figura un apacible corazón; / está ahora tan dulce… / si hay algo en él de amargo, seré yo”), o en una sentencia deEl buen sentido, uno de sus poemas en prosa (“¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!”). Pedro Granados, en su libro Poéticas y utopías en la poesía de César Vallejo, concluye que la madre es figura central en la poesía vallejiana, una figura marcada por la añoranza al hogar y su partida. Hay dos eventos cruciales en la vida de Vallejo: la muerte de su madre y su encarcelamiento, cuyos motivos no ahondaremos aquí. La cárcel es sólo un derivado de la orfandad. El poema número XVIII en Trilce, nos remite también a la “cárcel que devora a mi culpable corazón”. En ese poema, Vallejo describe a la cárcel como un “criadero de nervios, mala brecha, / por sus cuatro rincones cómo arranca / las diarias aherrojadas extremidades”. “Arrancar” y “devorar” son verbos con la misma carga semántica negativa: desmembrar al individuo, deshumanizándolo y alejándolo de la divinidad. El poema continua: “Amorosa llavera de innumerables llaves, / si estuvieras aquí, si vieras hasta / qué hora son cuatro estas paredes”. ¿Quién es la amorosa llavera? ¿Será uno de sus amores, Otilia, o Rosa Sandoval? ¿O será su madre, que sólo dos años antes de su encarcelamiento, había fallecido? Esto reforzaría la idea de la orfandad; un prisionero es huérfano no sólo de sus figuras paternas, sino de su mundo, de su vida, de Dios. Como dice Julio Ortega en su ensayo La hermenéutica vallejiana y el hablar materno, “contra las paredes de la celda, la madre y el hijo multiplicados superan aquí la penuria gracias a la parábola del decir, hipérbole compensatoria donde el habla materna, desde la sílaba plena de la voz que la convoca, oficia curativamente”[8]
            El poema quechua que parece englobar las preocupaciones familiares y de orfandad en Vallejo se llama Castigo: “Padre cóndor, llévame, / hermano gavilán, guíame, / intercedan por mí ante mi madre. / Ya estoy aquí por cinco días / sin comer, sin beber, / caminando como mensajero de mi padre, / que lleva instrucciones, que corre como mensajero. / Lleva, te ruego, mis palabras y mi corazón, / intercede por mí ante mi padre, ante mi madre.”. La madre es la figura más importante, pues ella es la que recibirá, mediante el padre cóndor y el hermano gavilán, las “palabras” y el “corazón” del castigado yo poético. Vallejo, con su visión vanguardista, ha llegado a conclusiones semejantes en sus poemas: en A mi hermano Miguel, que concluye con la estrofa: “Oye, hermano, no tardes / en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá”. EnTrilce, el poema III, “Mejor estemos aquí no más / Madre dijo que no demoraría”, donde Ortega, en el citado ensayo, comenta que “el sujeto se retrotrae al habla infantil para recobrar esa dimensión del hablar materno, la norma familiar y rural donde circula el sentido, ahora extraviado”.[9] O de nuevo, en El buen sentido, que comienza así: “Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande”. Vallejo habla desde lejos a su madre, en un poema que escribió cuando ella ya había fallecido.  En todo ese poema póstumo, Vallejo le entrega sus “palabras” y su “corazón” a su madre difunta, desde un lugar lejano, desde su posición de huérfano.        
            Es así como Vallejo se perfila, dentro de su poesía, como una reminiscencia al destino del inca; el inca que sufrió la cárcel, que sufrió la orfandad, que eventualmente fue derrotado. Tanto en la poesía quechua como en la poesía vallejiana existen estas constantes, las cuales son inevitables de relacionar. Aunque se “autoexilia”, Vallejo jamás abandona al pueblo peruano que guarda dentro de sí, entre “sus piedras”. Ahora bien, este ensayo no busca anteponer la influencia quechua por encima de otras constantes más obvias en la poesía vallejiana, pero sí trata de mostrar con más claridad un tema que no se ha discutido lo suficiente en Vallejo: más allá de su identificación con el pueblo oprimido, o con el pueblo español, o con el pueblo latinoamericano,  Vallejo jamás puede (ni quiere) “desencadenarse” de sus orígenes, de su Santiago de Chuco, de su indio, de su pasado inca.

           
Luis M. Montes de Oca.  Escritor. Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas de la UNAM.





[1] GIRARDOT, Rafael Gutiérrez, César Vallejo y la muerte de Dios, Editorial Panamericana, Madrid, pp. 18
[2] CORREA, Pedro. La cultura literaria de los Incas. Universidad de Granada. Granada. 2006, pp. 65
[3] GRANADOS, Pedro, Poética y Utopías en la poesía de César Vallejo, Fondo Editorial PUCP, 2004, pp. 14
[4] CORREA, Pedro. La cultura literaria de los Incas. Universidad de Granada. Granada. 2006, pp. 43

[5]Íbid, pp. 40
[6] LÓPEZ-BARALT, La orfandad andina de José María Argüedas, Centro Cervantes, pp. 43
[7] AYBAR, Edmundo Bendezú, Literatura quechua, Biblioteca Ayacucho, Perú, pp. 70
[8] ORTEGA, Julio, César Vallejo, Obra Poética Colección Archivos ALLCA XX, México, pp. 616
[9] Íbid, pp. 616. 

lunes, 9 de junio de 2014

Del palimpsesto mitológico en Galdós y Vallejo: Hacia una lectura performática

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No tenemos duda que César Vallejo incorporó el mito, jamás contrapuesto a lo político, en su propio proceso intelectual y artístico.  Escépticos o desilusionados; o fervorosos y comprometidos por la pertinencia de este tipo de estudio: Rowe, Usandizaga o, de modo evidente, Alan Smith.  Lo cierto es que mientras más militantes en lo “trasatlántico” seamos --sintonizados de modo simultáneo a ambas o más orillas de la academia-- , más estamos obligados no sólo a leer, sino, pareciera más bien en este caso, a un convivir performático con César Vallejo.
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lunes, 2 de junio de 2014

César Vallejo: la crítica del porvenir



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Leer este compendio de la obra de un gran crítico [Julio Ortega.  César Vallejo.  La escritura del devenirMadrid: Taurus, 2014], muy en particular en lo que atañe a la poesía de Vallejo --una obra radicalmente viva y abierta-- es una magnífica oportunidad para que salga beneficiado, ante todo, el lector curioso y, mejor todavía, aquél diligente en entrar en la veta en la que un crítico sagaz y experto va a emplearse a fondo.  Ya que la lectura aquí no es una auto-persuasión en plan de ponerse a prueba, con su tesitura autoritaria concomitante, sino ante todo un evento de lucidez o lectura procesal capaz de permeabilidad dialogante, cotejo radial --para nada angustioso-- de los diversos asuntos o testimonios,  y un siempre oportuno sentido del humor.  A tono con la propia poesía de César Vallejo donde: “el lenguaje no es ya una red para captar la realidad, ni siquiera su mapa a escala, sino que es un instrumento para decir otra cosa, para un decir otro” (40).  La crítica de Ortega no reproduce ventrílocuos, como las de sus contemporáneos Antonio Cornejo Polar o Ángel Rama, porque es de ida y vuelta; es decir, es refractaria al que la ejerce: reservas, reticencias, tanteos van de la mano con las certezas siempre bien urdidas y documentadas.  La metodología de su crítica consiste, pareciera, en una productiva disposición sobre el tablero; lectura proyectiva, diríase más atenta a la sintaxis que a las palabras, a los paradigmas que a las frases definitivas.  Aunque, a simple vista, su constante experimentación con el lenguaje (batir el cobre en procura de destellos en lugar de epítetos) parecería contradecir lo que vamos exponiendo. 
De este modo no son pocas, sino más bien muchas, las pistas vallejianas que se ventilan en este libro.  Entre éstas, enfatizar el carácter culturalmente híbrido de la obra vallejiana; con la siguiente salvedad: “Es muy difícil, y quizá vano, hacer un recuento de lo indígena y lo hispánico en Vallejo, porque evidentemente están entrecruzados, irresueltos, y seguramente coexisten sin la ilusión de una síntesis” (41).  También, y vinculado acaso un tanto a esta  hibridez, el tema no menos problemático de la recepción de su obra: “Siempre me llamó la atención, por lo demás, la pregunta que un editor se hizo ante un tecnicismo usado por el poeta: “¿De dónde se lo habrá sacado Vallejo?”. Esta condescendencia esconde la desconfianza en el intelecto, en el espíritu crítico y en la cultura literaria del poeta peruano.  Pocos críticos se han librado de esta actitud.  No es más satisfactoria la impresión de un poeta casual, grande casi a  pesar suyo, excedido por las fuerzas (mitopoéticas, existenciales, sociales) que lo eligen para hablar” (170).
Por otro lado, respecto a “España, aparta de mí este cáliz”, es muy interesante aquello que Julio Ortega señala sobre la amistad Vallejo-Bergamín: “Es notable que los ensayos de Bergamín [con su peculiar agudeza] sean una suerte de versión paralela en prosa del primer poema de Vallejo [“Himno a los voluntarios de la República”].  Las coincidencias entre ambos amigos requieren ser exploradas.  Creo que son incluso mucho más íntimas y creativas que la relación poética o intelectual de Vallejo con Larrea” (195).  También, sobre aquel mismo libro póstumo, llamamos la atención sobre este otro sutil comentario orteguiano: “viene a dar cuenta del lenguaje poético con que ha combatido, desde su primer libro, contra la lengua española y su larga tradición autoritaria y, en el Perú, clasista […] como si la guerra, irónicamente, posibilitara que, por fin, el poeta ocupase por dentro el español para hacerlo hablar otro idioma.  Ese idioma es material y revolucionario, radical y mesiánico, pero es también evangélico y de estirpe cristiana popular, cuya impronta histórica es latinoamericana”.  “Archivo cristiano” del poeta --aunque cabe investigarse más-- cercano del “personalismo” de un Emmanuel Mounier que por los años 30 dirigía Esprit, revista que agrupaba a “la intelectualidad católica francesa de izquierda” la cual, a diferencia de la mayoría de la prensa internacional temerosa de lo que su victoria significaría, fue solidaria con la República (208).   También sobre el pensamiento político de Vallejo en general, resulta muy sugestivo se ventile  en este libro su posible afinidad con la práctica revolucionaria de un Víctor Serge.  En el sentido por el cual, según Ortega: “no se trata de una 'revolución permanente', como dicen los trotskistas, sino de una revolución que no pasa por las necesidades autoritarias, porque es tan radical que cambia las costumbres, el lenguaje, la política e incluso las relaciones humanas” (219-220).  
En fin, son otras tantas las vetas que señala o abre César Vallejo.  Escritura del devenir.  Sin embargo, quisiéramos concluir esta breve reseña con un retrato muy sabroso, y no menos humano, de Georgette, la viuda del poeta: “Era una mujer inteligentísima y encantadora, que cultivaba las opiniones fuertes, y no recataba su poca estima con los usos limeños.  Era, además, espiritista, y convocaba a Vallejo, que concurría a su llamado.  Demudado, le pregunté por esa conversación.  Ella le reprochaba: 'Vallejo, Vallejo, ¿por qué me has traído a este país?  Yo quiero volver a París inmediatamente'.  Y Vallejo, poeta al fin, respondía 'No te podrás ir hasta que no publiques mis obras completas'”; a lo que añade Ortega otro rasgo, y con nuestro beneplácito: “André [Coyné] es el único que me ha concedido el valor insólito de los poemas dispersos de Georgette” (260).



Julio Ortega (Perú, 1942). Después de estudiar Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú y publicar su primer libro, La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al boom de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona de 1971 al 73, dedicado a la traducción y edición de textos. Volvió a Estados Unidos como profesor de la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Desde 1989 trabaja en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánicos y dirige el Proyecto Transatlántico.